Autobiografía» EL CUENTO DE LA AUTORA, de María Elena Walsh


A la autora de este libro los chicos suelen pedirle su biografía, a propósito de algún fragmento leído en clase o sencillamente por curiosidad.

Es natural que quieran saber cómo son, cómo viven, qué piensan quienes escriben para ellos.

La autora procurará entonces retratarse, de manera que su vida se asemeje más a un cuento que a un catálogo.

Al fin y al cabo, toda vida, por opaca que parezca, es un cuento maravilloso.

¡No se pongan a memorizar unas “memorias” tan largas, en caso de que la maestra les pida los datos biográficos!

Recuerden lo que quieran, olviden lo que puedan, e inventen lo que falte. Porque la vida de un escritor es siempre incompleta: la completan sus lectores, si tiene la suerte e conquistarlos.



Nací en 1930, año de revolución, y en el Partido de Matanzas. No obstante, soy una convencida pacifista, y no me vengan con el cuento de que el mundo —que sí debe cambiar— progresará a fuerza de tiros, bombas, prepotencia y mendacidad.

Junto a mi casa pasaba el arroyo Maldonado. Es decir, ya no pasaba sino que se había muerto. Era un estanque hediondo, vaciadero de desperdicios de las nacientes fábricas textiles. Las industrias significan progreso, pero ¡ay de lo que da riqueza por un lado y envenena a la gente por el otro, dicho sea a propósito de cualquier empresa humana!

Mis padres y mi abuelo materno eran argentinos. Mis otros abuelos: andaluza, inglesa e irlandés republicano.

Mi papá era contador, funcionario del Ferrocarril, por entonces una empresa británica. Era además músico autodidacta: tocaba el piano, el mandolín y el violonchelo. Le gustaba leer, viajar, hacer carpintería y hasta coser. Le interesaba muy poco el dinero o las apariencias.

Mi mamá era mamá, nada más y nada menos. Como tantas mamás fue una artista para los dulces, la costura, el cuidado de las plantas y la administración del hogar. Tampoco le interesaban ostentaciones ni posesiones sino el bienestar de los suyos, entre ellos los hijos que mi papá había tenido de su primer matrimonio: cinco nada menos…, ¡un batallón! Y luego sus propias hijas, Susana y yo que “le sacaba canas verdes”, según decía a veces.


Mis hermanos eran mucho mayores para compañeros de juegos, pero solían prestarse como clientes de algunos entretenimientos. Por ejemplo, se dejaban empapar y enrular el pelo para jugar a la peluquería. Pero solían desquitarse disfrazándose de fantasmas para asustarme en la oscuridad. O regalarme grandes paquetes que, una vez desatados infinidad de hilos y papeles, no contenían sino un minúsculo chocolatín o tres bolitas.

Me crié dentro de lo que se llama clase media, es decir, ni rica ni pobre. Mi casa era muy grande, con jardín, patios, árboles frutales, gallinero, perro, gato, canarios, tortuga, bicicletas, libros y piano. ¿Qué más se puede pedir?


Me gustó jugar a todos los juegos con hermana, primos a granel y vecinos en pandilla. Viví armada de cartucheras, casco explorador, arco y flechas, revólveres, hachas de piel-roja y escopeta de corchito al hombro.

Tal vez sea saludable desahogar los bríos bélicos de manera inofensiva y a esa edad, de modo que al crecer uno pierda las ganas de empuñar las verdaderas armas y jugar a la violencia de veras.

Cuando tenía cuatro años una señora vecina empezó a enseñarme a leer y escribir. A los cinco ya sabía y entonces decidí dejar el vicio del chupete. Era una grandulona, lo sé, pero para qué los voy a engañar.


Fui a una escuela del estado y me gustó. Mi papá me inculcó (por el ejemplo y no por la fuerza) el placer de la buena lectura: Dickens, Perrault, Julio Verne, Lewis Carroll. Y a jugar a las rimas y a las adivinanzas en inglés y en español, como si las palabras fueran otros tantos juguetes.


Entonces no había tv pero sí revistas infantiles que también leía junto con todas las historietas que planearan a mi alrededor, tironeándolas con mi hermana, claro.

Mi mamá se ocupó de que no descuidara mis estudios, trató de que fuera menos peleadora y se desesperó por rizarme el pelo, porque entonces —y siempre a causa de las normas de esa dichosa clase media— no se veía con buenos ojos a una nena de pelo lacio: no era “fino”. Me predicó —también con el ejemplo— la sencillez, la veracidad, el desinterés, la paciencia. ¡Lástima que estas prédicas uno suela escucharlas con muchos años de retraso!

Tuve suerte de que me llevaran a menudo al cine, al teatro de Variedades, al circo, a museos, a confiterías con orquestas, a ver a los Títeres de Podrecca, al Corso en Carnaval, disfrazada, y para tal ocasión con los labios pintados y un lunar de terciopelo pegado en la mejilla.

Como me encantaba imitar a los cantantes y zapateadores del cine, mi papá me fabricaba micrófonos con palos de escoba y una lata de dulce de membrillo en la punta.

Los artistas que más me gustaban eran Fred Astaire y Ginger Rogers, Jeannette McDonald y Nelson Eddy y una nena prodigio llena de rulitos llamada Shirley Temple.

¿Todos norteamericanos?, preguntarán ustedes.

Y, sí…

En mi familia, como en tantas de esa llamada clase media, y además por el asunto de los abuelos de habla inglesa, en general se consideraba que lo extranjero era mejor que lo nacional.

Años después me di cuenta de que esto era tanto una mentira como una verdad.

Por entonces la gente vivía pegada a la radio. No había más remedio que someterse a las de los vecinos porque la sintonizaban a todo volumen. Adoraban el tango y los radioteatros, pero en mi casa preferían la ópera transmitida desde el Teatro Colón, o las canciones en inglés.

Los tocadiscos eran lujos de los clubes o de los ricos. Pero se hacía música a mano, en familia, y se invitaba a fiestas con baile llamadas “asaltos”. Mi hermana, que luchaba a brazo partido con el solfeo, ya tocaba el piano, y a dúo con el mandolín de mi papá cantábamos todos, mal que bien.

Cuando terminé la escuela primaria también se me acabó la buena vida en casa grande y para colmo perdí al perro negro que nos había acompañado durante años.

Mi papá se había jubilado y —por algo empecé diciéndoles que este mundo debe cambiar— ya saben ustedes que al que se jubila lo castigan en lugar de recompensarlo por haber trabajado honradamente toda la vida.

No crean que por esto hubo que salir a pedir limosna ni que me mandaron a vender diarios a la estación. Pero sí hubo que reducirse a casa chica y tirar por la borda juguetes, gallinero, descomunales roperos de luna, y tantas otras felices abundancias.

Por otra parte, junto a la casa grande habían instalado un manicomio. Los pobres enfermos cantaban y peroraban a grito pelado todo el día y de noche nos aterraba su vecindad. A veces, por arriba del alto muro que reemplazaba a un democrático alambrado con puerta y todo, los locos nos tiraban regalitos: muñecos de papel plateado, higos verdes envueltos en un retazo, cajas de fósforos decoradas con pinturitas.

Empezaba la época de los departamentos y el disparate social de vivir como sardinas en lata, ignorándose entre vecinos, mientras que antes —en eso que hoy se llama Gran Buenos Aires— el vecindario parecía sucursal de la familia. ¡Siempre había un voluntario que nos refugiaba cuando disparábamos de una paliza!

Quizás para consolarme de tantas desdichas empecé a escribir versos. Y también a leerlos, porque casi nadie escribe si antes no le gusta leer. Siempre se empieza imitando.

Como además me gustaba dibujar, a los doce años ingresé en la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano. (¿Se acuerdan de que el general Belgrano fundó la primera escuela de dibujo del país?)

La Escuela quedaba en el centro; había que tomar tren y tranvía y cambiar esa vida semirrural por los empujones, los atropellos y también las ventajas de la Capital.

Antes de seguir quiero comentarles que en mi casa sufrimos mucho por dos catástrofes que sucedieron muy lejos (pero hay que ser bruto como piedra para sufrir solamente en carne propia).

Fueron la Guerra Civil Española y la espantosa Segunda Guerra Mundial. Además, cómo no sentirlas de cerca a pesar de la distancia, si casi todos teníamos parientes en Europa.

Mucha gente, de igual o más modesto origen que mi familia, se enriqueció como en los cuentos de hadas realizando negocios que, por diversas razones, la guerra favorecía.

Otros no ganamos sino el susto, una impresión tan fuerte que jamás se nos borró.

Era mediocre estudiante porque a medida que pasaba el tiempo me daba cuenta de que dibujaba como la mona. Que en realidad lo que iba haciendo mejor era escribir. Muy en serio por un lado, y muy en broma por el otro, componía largas payadas destinadas a tomarles el pelo a los profesores, los compañeros o las anécdotas de la escuela.

Igual terminé los estudios en vez de mudarme al Bachillerato y a los de Literatura, porque prefería el ambiente de los artistas y apreciaba la pintura, aunque nunca llegara a ser capaz de pintar un cuadro mejor que un chimpancé de dos años.

Parece que a los quince (míos, no del chimpancé) ya escribía regular porque me publicaron un poema en la revista El Hogar y luego otro en el suplemento literario del diario La Nación.

¡Qué emoción, mamita mía!

¿Cómo sucedió? Porque siempre hay alguien que tiende una mano abierta. Una compañera mucho mayor, que colaboraba en la revista, le llevó mis versos al poeta Augusto González Castro, que los publicó a toda página y se convirtió en mi afectuoso “padrino”.

Así gané mi primera paga, creo que la fantástica suma de 25 pesos.

Seguí publicando con cierta regularidad y ganando como para comprarme libros sin pedigüeñar a mis padres que, como ya les conté, no estaban muy abundosos de bolsillo que digamos.

Dos años después, en 1947, alentada por algunos escritores a quienes conocí gracias a esas publicaciones, vacié una alcancía en forma de libro donde mis padres me habían ahorrado monedas y billetitos y pagué la impresión de un libro de versos: Otoño imperdonable.


A pesar de que un escritor tan respetado —y tan generoso— como Eduardo Mallea lo había ofrecido a las editoriales, ninguna quiso editarlo, como suele suceder con los libros de poesía.

Con algún amigo, también pichón de poeta, salimos a repartir el librito por las librerías. Dábamos risa a los vendedores pero lo ponían en la vidriera y, ¡oh milagro!, se vendía.


Yo, que solía tener desplantes de gran caradurismo como todo tímido, andaba siempre con un bolso lleno de ejemplares para asestárselo al que pudiera por la calle Florida.

Una tarde sentí que el corazón se me arrugaba como un orejón al divisar entre la multitud paseandera a un señor alto y corpulento cuyos versos venerábamos y a quien conocíamos por fotos.

Ahí nomás lo paré y le regalé el librito, mientras mi compañero se quedaba bizco de conocer así, en medio de la calle, a semejante monstruo sagrado de América.

El señor pudo decir “gracias, buenas tardes”, y seguir de largo, pero no lo hizo. Nos invitó a subir a una oficinita en el Pasaje Güemes y allí se sentó, cruzó con majestad sus piernas grandotas, y se puso a leer el libro detenidamente, con cara de buda.

Por fin dijo: “Es fenomenal”.

El señor exageraba porque no ejercía la mezquindad y prefería alentar a los jóvenes antes que aplastarlos con su genio. Yo igual me sentía aplastada, pero de emoción, de gratitud y, sin duda, de inconmensurable vanidad.

El señor se llamaba Pablo Neruda.

El librito gustó a la gente, a los críticos y a muchos otros escritores.

Sólo nombraré a uno más porque supongo que lo conocen: Juan Ramón Jiménez.

Sin duda lo conocen por ser el autor de Platero y yo y porque, como Neruda, ganó el Premio Nobel. Pero quizás ignoren que Juan Ramón Jiménez, junto con Rubén Darío, es considerado algo así como el padre de la poesía hispanoamericana moderna, es decir, del siglo XX.

Tuve el honor de que Juan Ramón y su esposa, cuando vinieron por primera vez a la Argentina en 1948 (y casi se mueren asfixiados por la avalancha de amor que les prodigaron grandes y chicos), me invitaran a pasar una temporada con ellos, en su casa, en los Estados Unidos.


Era una especie de “beca” personal que me ofrecían porque ellos también pensaban que los jóvenes deben ser estimulados y ayudados. (Ya ven, otra mano abierta.)

No eran ricos, vivían modestamente de sus cátedras y lo que me ofrecían no era una dádiva de mecenas sino un gesto de paternal solidaridad. Eso sí, no podían pagarme el viaje, pero lo pedí y lo obtuve de una Fundación norteamericana.

Faltaba obtener el permiso de mi mamá, porque no crean que entonces una chica de dieciocho años se mandaba a mudar tan campante, ni a Luján. ¡Ni siquiera tenía permiso para volver a su casa después de las nueve de la noche! Pero en ese caso mi mamá firmó la autorización, muy orgullosa.

¡Cruzar el océano en barco! ¡Llegar al puerto de Nueva York! ¡Ver por primera vez una nevada, con las ardillas saltando entre los árboles!

Si uno puede emocionarse siempre por primera vez, si nunca dejan de sorprenderle las cosas maravillosas, ya puede arrugarse tranquilamente, que nunca envejecerá por dentro.

Juan Ramón me escalofrió porque llegué a su casa cerca de medianoche, y al otro día, a las siete de la mañana, me esperaba muy solemne al pie de la escalera para preguntarme:

—¿Qué tal, has escrito algo?

Me quitó las ganas de escribir durante mucho tiempo.

Juan Ramón me ayudó a apreciar mejor a los grandes poetas, a visitar riquísimas galerías de arte, a asistir a conciertos, a frecuentar la extraordinaria Biblioteca del Congreso de Washington, a conocer y amar la fineza y la hondura del espíritu español.

Y también me mandaba a comprar los helados, porque sostenía que él asustaba a los chicos con su barba y su seriedad.

También me predicó con el ejemplo algunas normas de conducta honradas y severas, a desdeñar las trapisondas que a menudo reinan en el amiente de los escritores (como en todas las profesiones).

¡No vayan a creer que sólo encontré buenos ejemplos, como les vengo enumerando! Topé con gente de todos los colores: el verde envidia, el amarillo mezquindad, el morado maledicencia… Son colores de enfermedades, y muy contagiosas. Uno se contagia de a ratos pero debe procurar curarse y seguir adelante.

Al volver a Argentina publiqué otro libro y durante un tiempo me gané la vida dando clases de inglés. Pero nunca me gustó enseñar.

En esos años de mi adolescencia nos gobernaba el general Perón. Antes de él también hubo política buena y mala, claro. Pero ninguna había levantado tanta polvareda, obligando a que nadie permaneciera indiferente. Poca gente de la clase media, y menos aún la llamada “culta”, estuvo de acuerdo con ese régimen que por otra parte hizo mucho a favor de obreros y peones, barrió unas cuantas injusticias y exaltó a las provincias, que eran como Cenicientas de la Capital.

Pero los jóvenes como yo, estudiantes e intelectuales, rechazábamos la falta de libertad y nos rebelábamos como podíamos.

Y, como sucede periódicamente en nuestro país, nos dio ganas de disparar.

Con dinero prestado —otra vez otra mano abierta— me fui a Europa, sin saber de qué diablos iba a vivir allá. Ya no necesitaba permiso porque acababa de cumplir la mayoría de edad.


Y esta vez me iba sin becas ni ayudas ni invitaciones ni nada.

Allí descubrí que podía cantar profesionalmente —después de rendir examen ante el público— a pesar de que mi única academia de canto habían sido las desprolijas tertulias familiares.

Integrando el dúo Leda y María con la folclorista Leda Valladares, viví cuatro años en París, cantando ese folclore nuestro que durante la época peronista se había popularizado en la Capital.


El público europeo lo desconocía pero pronto aprendió a gustarlo y, por suerte, a aplaudirlo.

Grabamos muchos discos y actuamos en radios, tv y salas nocturnas de varios países de Europa.

Así como nunca me gustó enseñar, sí me gustó aprender y en Europa aprendí muchísimo, aunque no en escuelas ni universidades.

Compartí el mundo de los artistas de varieté, entre famosos cantantes y perritos amaestrados, entre actores y payasos, entre bailaores flamencos e ilusionistas. Un mundo de angustias y alegrías, de nervios tensos y trabajo duro. No de facilidad y pacotilla como suelen hacer creer las revistas.

¡Alguna noche, entre el público, estuvo Carlitos Chaplin, o Jacques Prévert, o Picasso!

Y, como siempre, en cuartos de hoteles y mesas de cafés, en trenes y antesalas, en barcos y aeropuertos, en balcones y camarines, estaba yo con un libro bajo la nariz y varios otros esperando turno.

Uno suele enamorarse mejor de su tierra cuando está lejos. La patria es querida y añorada como la niñez y quizás por eso, por nostalgia, por ganas de volver a jugar en mi propio idioma, empecé a escribir versos para chicos.

Rascando un poco la guitarra me atreví después a ponerles música.

Al volver a la Argentina recorrí bastante las provincias, sobre todo las del Noroeste, cantando y recogiendo coplas y melodías de nuestro tesoro popular.

Junté los versos infantiles escritos en París en el libro Tutú Marambá. Aunque tampoco lo quiso ningún editor, por lo menos ya existía el Fondo Nacional de las Artes, que costeó la edición.

También por entonces, hacia 1960, empujada por el entusiasmo de la directora (de tv, no de escuela) María Herminia Avellaneda, escribí programas para niños y para grandes que ella dirigía. Mucho después, en 1971, realizamos una película de largometraje: Juguemos en el mundo.


En 1962 estrené Canciones para Mirar, en el Teatro San Martín, también con limosnita del Fondo de las Artes.

Gustó con locura a los chicos y tanto a los grandes que, si no los tenían, pedían nenes prestados para ir a verla y cantar con ellos. Fue uno de los años más felices de mi vida aquél en que todos los fines de semana iba a cantar para una chiquilinada entusiasta, en una de las salas más lindas de nuestro país y del mundo.


Al año siguiente pusimos en escena Doña Disparate y Bambuco con el mismo feliz resultado. Desde entonces Canciones para Mirar se ha representado muchas veces, aquí y en otros países, en su versión original y firmada o en la que se llama “pirateada”, es decir, robada y anónima o firmada por Juan de los Palotes.


Luego volví a pensar en los adultos y compuse letra y música de una serie de canciones que configuraban un recital. No es que haya querido inventar el paraguas, pero supuse que abordaba temas que todavía no eran frecuentes en la canción popular: nadie le había cantado al diccionario, por ejemplo, o a las estatuas de Buenos Aires, o a la ciudad belga de Brujas.

A este recital lo subtitulé en broma “para ejecutivos”. Lo presenté en el Teatro Regina, en 1968.


(Entre paréntesis, no olvido que en esos días asesinaron a Martín Luther King, uno de los pocos líderes que estaba cambiando el mundo por las buenas. Ese crimen nos descorazonó a muchos.

Pero al año siguiente el hombre pisó la Luna. Y fuimos contemporáneos de muchas otras buenas hazañas: los antibióticos, las vacunas, el uso pacífico de la energía nuclear… Sin esos consuelos nos hubiéramos sentado para siempre en un banco de plaza, a que nos llovieran bichos-canasto, como peleles petrificados por tanta barbarie.)

Pensé que el recital sólo iba a interesarles a parientes y amigos. También pensé tristemente que le encantaría a mis padres, porque parecía la realización de un viejo sueño: aquel que mi papá me ayudara a soñar con el micrófono de palo y latita. Pero, ¡ay!, mis padres hacía mucho que no estaban en este mundo.

Aunque ya había cantado antes con micrófonos verdaderos, ahora iba a hacerlo sola y no en dúo, con mis propias canciones que por momentos me parecían tontísimas comparadas con las folclóricas.

Y eso daba miedo.

Al parecer gustó a mucha más gente que amigos y parentela, porque seguí cantando muchos meses y luego lo repetí en ciudades del interior y de otros países.

Ya llevaba unos años grabando discos infantiles (aunque el primero, Canciones para Mirar, ninguna compañía grabadora lo quiso, como podrán imaginarse).

Después, a ése y a otros sí los editó una grabadora, y a partir de 1968 fueron apareciendo más discos con mis canciones para grandes.

No hay nada más grato que poder vivir del trabajo que a uno le gusta. Yo tuve ese privilegio gracias a los chicos que aceptaron mis libros y mis canciones. (Sin dejar de agradecer a los papás que se los compraron, claro está.)

Esto es casi todo, salvo algunos datos que agregaría porque me pareció que ustedes querían saberlo y, a pesar de que generalmente son unos frescos, no se atrevieron a preguntar.

Me enamoré perdidamente muchas veces pero nunca me casé ni tuve hijos. En asuntos de noviazgo todo era muy romántico mientras la chica obedeciera. La relación entre varones y muchachas no era tan franca ni igualitaria como es ahora.

Desde hace un tiempo las costumbres han cambiado y van desapareciendo absurdos prejuicios que antes eran ley.

A una mujer le resultaba dificilísimo —o imposible— realizar muchas actividades, por útiles y buenas que fueran, cuando el novio o el marido (si usaban gomina, peor) se oponían. ¡Y se oponían!

Esto se transformó pero no tanto como se dice. Son ustedes quienes terminarán de modificarlo, espero, y las injustas diferencias entre los sexos, como toda forma de sometimiento entre los seres humanos, les parecerán más prehistóricas que encender fuego con dos piedras.

No es que nadie me haya prohibido escribir o cantar, pero… me lo veía venir. Y uno no puede ni debe renunciar por capricho ajeno a lo que más quiere en la vida, a aquello para lo único que sirve, lo haga bien o regular.

Por otra parte, muchas personas que se dedicaron a escribir para chicos han sido solteros o sin hijos: Andersen, Gabriela Mistral, Lewis Carroll, José Sebastián Tallón, Saint Exupéry…

Crear para los chicos es quizás una manera de adoptarlos en general sin que a uno lo molesten en particular con sus travesuras. Una manera de ofrecerles —y pedirles— compañía y cariño.

Y ya que me he propuesto darles la lata, como la hija del chocolatero, sigo un poco más.

No aprecio los concursos ni los premios. Los artistas no somos boxeadores. No tenemos por qué ganarnos los unos a los otros si no a fuerza de trompadas, a causa de una detestable manía llamada competencia.

Los artistas —y los escolares y los estudiantes y los investigadores y… etcétera— suelen necesitar estímulo moral y económico, sobre todo en sus comienzos. Y deben conseguirlo porque lo necesitan y lo merecen, no por haber ganado una maratón, triunfando sobre otros para llegar primeros. Primeros… ¿a dónde?

Al principio, claro, no había tenido tiempo de pensar en esto y me presenté a un concurso. Con aquel librito de adolescencia gané un Premio Municipal de Poesía. Me dijeron que merecía el primero pero me daban el segundo porque era muy joven. ¡Perdí la maratón, y no por correr despacio sino por tener las piernas cortas!

Nunca volví a presentarme a ningún certamen, pero me dieron algunos otros premios, de esos que uno no solicita. Los agradezco y me alegraron igual. Se los comento para que, llegado el caso, no pasen el papelón de contar una biografía pobretona, sin premios. Inventen todos los que quieran: el Tomate de Oro, la Medalla de Honor del Barrio; el Laurel del Tuco, etcétera.

En las biografías figuran —y eso es lo que vale, al fin y al cabo— las obras que el biografiado compuso. Les dejo una lista de mis libros, excluyendo discos y otras yerbas para no resfriarlos de cansancio.

Todo me dio mucho, mucho trabajo. Tuve que pelear con alma y vida contra la pereza o la ineptitud propias y a menudo contra la incomprensión ajena, como todo el mundo. No lo digo para parecer una estampita de la Santa Víctima, con un ramillete de clavos en las manos, un halo de pisotones en la cabeza y un manto de ortigas sobre los machucados hombros. ¡No! Lo digo solo para que lo recuerden cuando se desanimen y, mareados por la palabreja éxito, supongan que para otros todo fue cuestión de carambola y varita mágica.

Estas obras —y tantas que descarté— me costaron mucha paciencia, mucha borratina, mucho fracaso, mucho tirarme de los pelos. Pero si me hubieran salido con facilidad, es posible que ustedes, con la misma facilidad, las hubieran tirado a la basura.

Libros para adultos: (Siempre se acostumbra poner la fecha de la primera edición, aunque después se sigan reeditando.) Otoño imperdonable, 1947; Baladas con Ángel, 1951; Hecho a Mano, 1965; Juguemos en el Mundo, 1969; Cancionero contra el Mal de Ojo, 1976.

Libros para niños: Tutú Marambá, 1960; Zoo Loco, 1964; El Reino del Revés, 1965; Dailan Kifki, 1966; Cuentopos de Gulubú, 1966; Versos tradicionales para cebollitas, 1974; El diablo inglés, 1974; Chaucha y Palito, 1975; Pocopán, 1977; La nube traicionera, 1989; Manuelita ¿dónde vas?, 1997; Canciones para Mirar, 2000.

Y además: Aire libre, 1967 (libro de lectura para 2º grado).

Obras de teatro: Canciones para Mirar, 1962; Doña Disparate y Bambuco, 1963




FIN


Libro: CHAUCHA Y PALITO
Autora: María Elena Walsh
Ilustraciones: Lancman Ink
Editorial: ALFAGUARA




Chaucha y Palito te presenta tres historias que tienen acción, fantasía, diversión y también algunos hechos verdaderos.
En la primera, submarina, un grupo de chicos vive una aventura extraordinaria, con extraterrestres y todo. El relato que sigue revela la historia de la famosa Farolera, quien no tropezó en la calle sino en el bosque de Gulubú. Y al final, la autora narra las anécdotas de su propia vida como un cuento.

© María Elena Walsh
c/o Guillermo Schavelzon Graham Agencia Literaria
http://www.schavelzon.com/libro/chaucha-y-palito/


Visto y leído en:

María Elena Walsh - Libros - EDAIC Varela (Equipo Distrital de Alfabetización Inicial y Continua)
—El material que se publica en este sitio tiene fines educativos—
http://edaicvarela.blogspot.com.ar/2013/12/maria-elena-walsh.html


Ilustración:

Lancman Ink – Equipo integrado por Carolina, Florencia y Mariana Lancman
http://www.lancmanink.com.ar/
http://lancmanink.blogspot.com/

Fotografías:

FUNDACIÓN MARÍA ELENA WALSH
https://fundacionmariaelenawalsh.net.ar/biografia

ARCHIVO DE ILUSTRACIÓN ARGENTINA
Carrera de Diseño Gráfico de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo, de la Universidad de Buenos Aires (FADU/UBA)
Grete Stern - Retrato de María Elena Walsh (1947)
https://ilustracion.fadu.uba.ar/2016/05/22/grete-stern-revista-idilio/

MUSEO NACIONAL DE BELLAS ARTES

Colección/Obra/11941– Fotografía: María Elena Walsh 1947 – Autor: Stern, Grete - Donación Sara Facio, 2014
https://www.bellasartes.gob.ar/coleccion/obra/11941/

Colección/Obra/11940 – Fotografía: María Elena Walsh 1952 – Autor: Stern, Grete – Donación: Sara Facio, 2014
https://www.bellasartes.gob.ar/coleccion/obra/11940/

Colección/Obra/11655 – Fotografía: María Elena Walsh 1965 – Autor: Facio, Sara - Donación: Rabobank, 2012
https://www.bellasartes.gob.ar/coleccion/obra/11655/

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